Redención

Francisco Javier Sánchez Palomares

—Mr. Richmond, vengo a redimirme.

—Adelante, Trevor.

No fue bien, salí de la reunión con Mr. Richmond con casi todo perdido, era mi penúltima oportunidad. Aquel miserable me tenía agarrado por las pelotas desde hacía diez años. Sabía que la única manera de manejarme era controlar a las pocas personas que amaba. Ninguna de esas personas era yo, de modo que no tenía sentido amenazarme para cronificar la agonía. Había aparcado el coche junto a una señal que rezaba prohibido estacionar y temí que nunca terminase el verano. Ese pensamiento me animó a acelerar la primera fase de un proceso con solo dos posibles salidas, ya estaba muy cansado.

Durante la siguiente semana hice lo que tenía que hacer en previsión de lo que pudiese ocurrir. El domingo por la mañana bajé al parque con el estómago encogido solo para observar. Vi como una mujer del otro lado del telón de acero jugaba aburrida con su hijo pequeño. Tal vez huyeron de su país, o era una espía. Aunque por su mirada derrotada me decanté por un matrimonio contra su voluntad. Me enternecía más que dos horas en una olla exprés. Pese a su aspecto mustio, blandía su atractivo a través del vestido estampado. La sensualidad se resistía a languidecer y pedía auxilio sin voz por algún canal aún por descubrir, pero que llegaba a borbotones y me dejó aturdido. De nuevo, la belleza y el placer intentaban alejarme de mi propósito, pero esta vez el agotamiento era mayor; ya no buscaba felicidad, sino facilidad.

Al atardecer puse rumbo al páramo con todo lo necesario en el maletero del coche. Conducía decidido, tan abstraído que me guiaba por instinto, sin ser consciente de ver. En mi cabeza, la redención coqueteaba con el desistimiento o con la venganza, según tomase las curvas a izquierdas o a derechas. Tras veinticinco millas por un camino inexistente llegué a ninguna parte. Era el lugar exacto que había decidido sin conocerlo. Encendí la lámpara de aceite y la apoyé sobre el capó. Saqué un pico y una pala y me puse a cavar. Hice un hoyo de tamaño suficiente para albergar a una persona o a un miserable.

Estaba fatigado, me senté con los pies colgando por el agujero y desenrosqué el tapón de la petaca. Bebí satisfecho. La primera fase del proceso estaba conseguida. Ahora solo tenía que decidir si quería terminar enterrado o en la cárcel, pero era una elección fácil; en los cementerios no se puede conseguir whiskey de contrabando.

thesexton
The Sexton, Andrew Wyeth, 1950

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s