—¿Por qué sales tanto de casa?
—Porque en casa estoy yo y no me aguanto.
Mi vecino no había preguntado con mala intención, pero la respuesta brotó sin brindar oportunidad a la cortesía. En ocasiones uno sale de casa para huir de sí mismo, pero no funciona, al llegar a la calle allí también está uno mismo.
Hay poca gente por la calle un día festivo temprano, salvo los que caminamos por el mero hecho de hacerlo, sin destino, movidos por una ilusión que probablemente no se cumpla.
Cuando las calles están poco pobladas los hechos se turnan para suceder. Una tarde concurrida todo acontece a la vez, es difícil distinguir un suceso de otro. Uno podría pasearse de la mano de un mono con orejas de burro y nadie se daría cuenta, el hacinamiento de acciones lo camufla todo. Sin embargo, a primera hora de un día festivo, cuando somos pocos, primero ocurre una cosa y luego otra.
Un vecino saluda, después entra en escena una mujer, se acerca en medio de la avenida, no hay nadie más.
—Digo yo que abrirá el supermercado, ¿verdad? —suelta mientras con la cabeza apunta hacia el cierre bajado del establecimiento.
—No lo creo, hoy es fiesta.
—Por eso, como todo está cerrado, digo yo que el supermercado sí abrirá.
Hay tiempo para preguntarse qué proceso cerebral desconocido habrá llevado a la señora a deducir que una tienda que no abre ningún festivo tiene que hacerlo porque las demás cierren. Hay tiempo incluso para seguir caminando sin que ocurra nada hasta que sucede lo siguiente.
—¿La calle Vinagre?
—Eh… sí, camine unos 500 metros en línea recta. Al fondo a la derecha, no tiene pérdida. Después del ayuntamiento, lo reconocerá porque pone “Ayuntamiento”.
Tardo, el hombre ni ha saludado, ni ha preguntado por favor, ni ha dado las gracias después, solo ha disparado, está nervioso. A los cinco minutos me doy cuenta de que la indicación no es correcta, me he confundido, le he mandado a la calle Polvoranca, probablemente él tampoco va a encontrar aquello que busca. Cuando llegue a la dirección errónea se acordará de mí y de mi familia, repetirá con recochineo y enfado: “al fondo a la derecha, no tiene pérdida, al fondo a la derecha, no tiene pérdida”.
Sigo caminando sin rumbo.
—Mi último trabajo en la empresa fue un depósito de dos millones y medio de litros. De esos que luego van radiografiados —cuenta un viejo vestido de uniforme de verano de viejo: pantalón corto, camisa de manga corta y alpargatas. Todo planchado con raya, menos las alpargatas—. Dos millones y medio de litros, dos millones y medio de litros —repite orgulloso, con brío, aunque con la voz renqueante, posiblemente a causa de algún accidente vascular. Suena estruendosa, tiene el color de un soplido en una botella vacía y es amplificada por el eco de la desnudez de la calle, desvestida de la muchedumbre de horas después.
Un hombre mayor, pero menos viejo, está junto a él sentado en el banco. No sé si le escucha, tiene la mirada perdida en la fachada del bar de enfrente, que acaba de abrir y suena como una locomotora a punto de abandonar 1914.
—Dos millones y medio de litros. Un depósito de esos que luego van radiografiados.
En hombre más joven tiene los ojos vacíos de una consciencia posiblemente arrebatada por el dolor. Tal vez se siente todos los días en el mismo banco junto el mismo viejo que le repite, inasequible al desaliento, que su último trabajo fue un depósito de dos millones y medio de litros, de esos que luego van radiografiados, y él aún ni se haya dado cuenta de que lleva meses haciéndolo. Está ausente. Sabe Dios qué le habrá ocurrido.
Arribo a un parque con un lago al que llego caminando como un pollo sin cabeza.

También hay poca gente en el parque grande. Algún deportista, niñeros de perros y los que caminamos por el mero hecho de hacerlo, sin destino, movidos por una ilusión que probablemente no se cumpla.
¿Dónde está lo que buscamos? Al fondo a la derecha, no tiene pérdida.