Francisco Javier Sánchez Palomares
Cuando viajo siempre soy el de la foto del pasaporte y en esta ocasión había quedado con Carl Carmichael en la ciudad de los vientos, una metrópoli insípida con dársenas de agua dulce a la que solía desplazarme con una orden de alojamiento en el Drake Hotel. Según me adelantó por carta, tenía algo importante que contarme en persona, no podía dejar rastro.
Por suerte, nos reuniríamos en el bar de Mimi, un lugar de comida cálida con varios asientos contables que parecían sacados de una caravana technicolor en 8 mm y mesas que recordaban a los seguros de las puertas de un Cadillac Deville del 66.
Tenía el depósito del instinto en reserva y acudí pronto a la cita, pero ya estaba allí Carl, que era mezquino hasta con el segundero de su Hamilton; en lugar de darle cuerda, se la prestaba.
—Buenos días, Trevor, bienvenido a la ciudad.
—Qué hay, Carl, ¿qué tal Mary y los críos?
—Mary me ha dejado por un afinador de órganos que no pone pegas para alimentarla y los niños están internos en un colegio presbiteriano de Nueva Inglaterra.
—No te privas de nada, Carl.
—Estoy mejor que nunca, Trevor, te aconsejo que te abandonen con sentimiento de culpa, se ahorra una barbaridad.
—Ya no tengo de qué despojarme salvo de mi alcoholismo, Carl. Estoy hambriento, pidamos la comida a Mimi.
Mimi era la dueña del bar, una vieja amiga cómplice de travesuras. Seguí charlando con Carl mientras apuntaba con el olfato a la puerta de la cocina; era capaz de oler los pezones afrutados de Mimi a dos manzanas de distancia. Tras unos instantes, Mimi abrió la puerta batiente de la cocina con el culo embutido en una falda de tubo granate y se pavoneó sobre los tacones hasta la mesa contigua con la jarra de café y dos tazas como quien se sabe el único cardiólogo en una reunión de antiguos infartados. Después giró y nos apuntó con la turgencia pectoral asomando por la blusa semidesabrochada de Wallmart.
Entonces comenzó una conversación brillante a tres bandas de la cual no recuerdo nada más que destellos porque solo podía pensar en las veces que había lamido los pequeños satélites rojos de carne que orbitaban su areola prominente.
—¡Trevor, vuelve! ¡¿Qué vas a tomar?! —bramó Mimi para arrancarme de su escote.
—Disculpa, Mimi, una hamburguesa sangrienta como el infierno y mucho café.
—Veo que sigues necesitando de pedazos de carne roja que llevarte a la boca, Trevor.
—¿Y tú? ¿Aún terminas tu jornada laboral a las 21:00, Mimi?
—Basta de cortejos, tortolitos, el doctor me ha prohibido el azúcar —contuvo Carl.
Con Mimi compartía velocidad y era posible que ambos nos excitásemos a la vez en el tiempo aún sin compartir el espacio y sin mediar comunicación, integrados en un algoritmo de perdición, de atracción física con recaídas matemáticas sobre su desnudez honesta y sin límites. Era de las pocas mujeres con la que me gustaría decrepitar como pollos sin cabeza en un horno de leña de encina.
—Vamos, Carl, no seas aguafiestas, luego charlamos tú y yo.
No tuve tiempo de decir más, Carl Carmichael cayó fulminado al suelo, intentando apurar un batido de soja de manera grotesca, víctima de un ataque al corazón. Él perdió la libertad cuando al fin era feliz solo y yo me quedé con la incertidumbre de saber qué demonios era aquello tan importante que quería decirme. Aunque fue un alivio, de ser algo tan grave como me dijo, seguro que hubiera requerido algún tipo de esfuerzo por mi parte.
Pero la vida se abre paso siempre gracias a la muerte, de modo que presentamos nuestros respetos al finado, lo dejamos en compañía del juez y pasamos toda la noche practicando con el órgano, como homenaje a Carl Carmichael, un tipo mezquino hasta para fenecer.

Publicado en el blog de Carmen Álvarez Vela.