Francisco Javier Sánchez Palomares

—Querida Charlotte, fueron muchas noches compartidas, las cartas no estaban marcadas. Muchas noches con partidas, abrazados al colchón. Fueron muchos besos sin cabida, las ganas faltaban de entrada, muchos choques en la vida, muchas noches sin perdón.
—Trevor, por favor…
—Apuesto a que aún las echas de menos, pero no lo admitirás, tienes la estupidez del eterno adolescente; con la escala de valores invertida porque así es más fácil y sabe más dulce. Es la razón que te lleva al triunfo arrollador, a la victoria circunstancial, a la súbita gloria de plexiglás. Pese a ello, posees una cuota de inteligencia que trabaja sometida y te informa en segundo plano de la malfunción, pero intentas acallarla con más éxito instantáneo, más dinero, más risas impostadas. Tienes un ego como un agujero negro que engulle la realidad y defeca tu versión aniñada. Sabes que te quedan pocos años de llegar a la cima sin escalar y tendrás la penitencia que conlleva haber logrado todos los caprichos que te propusiste siempre.
—Trevor, no es momento.
—Yo recorría tu mismo trayecto hasta que mi cuota de inteligencia sometida en segundo plano se impuso y comencé la tarda redención, que incluye no alegrarme por tu destino.
—¡Trevor!
—Estos pensamientos no los escucharás nunca. Primero porque no quieres, segundo porque pronto me dormiré y mañana despertaré con resaca y sin recuerdos y tercero porque es bochornoso intentar convencer de nada a nadie que no sea tu hijo.
—¡Trevor, estás hablando en alto y estoy frente a ti!
—La última vez que estuviste frente a mí contigo dentro de ti fue en la campiña francesa, durante aquel viaje a Europa. Alquilamos un Citröen 2CV y viajamos a Turenne, visitamos la Torre del César y comimos en La Vicomte. Luego aparcamos a la sombra de un árbol con hojas y me apuntaste con los pechos al corazón. Procedí a comérmelos y yacimos todo lo que permite la biología. Cuanto más los estrujaba, más turgentes se volvían. Cuanto más te…
—¡Para, por el amor de Dios!
—Vaya, te volviste recatada. ¿No recuerdas las tardes en Trento? Intentabas conciliar conocimiento y lujuria leyendo junto al lago de Garda con el vestido desabrochado por el frente y dejando asomar tus bornes rosados. Cuando no insinuaba tu bikini el nacimiento de la velleza en la línea de la concepción.
—¡Trevor, basta! Vuelve a casa, duerme y mañana hablamos. Estás montando un escándalo en la peluquería. Me están dando mechas y vas a lograr que me estalle la cabeza.