Francisco Javier Sánchez Palomares
Hallábase Hortensia hilvanando hombreras en las hoces del río cuando apareció su esposo Gabriel.
—Buenos días, querida. Excelente mañana para pasear por el campo. Pero, ¿qué haces rascándote el canal inguinal?
—Ay, Gabriel, pues me subyace tremenda picazón bajo las enaguas y túrbome.
—Puedo consultar al galeno, si fuese menester, sabes que el doctor Jackson Amunike es como de la familia.
—Querido, tal vez si cumplieses con tu deber, no habría lugar.
—No entiendo, amor.
—Ya lo sé, eres el único de la alquería que no lo advierte. Muchos lo celebran. Mas, ¿qué te trae por aquí, no es la hora de tu partida de petanca?
—La tuve que suspender, nuestro hijo está con calentura.
—¿Quién, Gabriel Junior, el negro?
—No, Marcial, el mediano, el pelirrojo.
—Menos mal. ¿Será cosa de poco, verdad, unas simples fiebres del heno?
—El doctor no es tan optimista, me ha instado a que hable con el cura.
—Ve tú a buscar a don Agustín, yo tengo que terminar mi labor.
Gabriel quedó descolocado con tamaña frialdad, pero no osó discutir a su esposa, la última vez que lo hizo le castigó sin postre una semana; prefería perder un hijo, un gasto menos. Además, era el jaro.
—¡Coño, don Agustín, qué susto, ha aparecido usted de la nada!
—Irrumpo como me place, que para eso soy el párroco. He hablado con el doctor, no espere milagros, y menos con un pelirrojo. ¿En qué diantres estaba usted pensando cuando engendró al muchacho?
—En el Altísimo, por supuesto.
—En fin, el día que se caiga del guindo…
—Entonces, ¿qué hará, padre?
—¡Saque primero unas viandas y algo con qué regarlas, que uno no vive solo de alimentar el espíritu, leches!
—Llamaré al servicio. ¿Prefiere usted, cerveza, sopa, vino, roast beef, chuleta de buey?
—Sí y en ese orden.
—Pero padre, no me plagie usted a Billy Wilder, que aquí le tenemos verdadera devoción.
—Vaya, si al fin y a la postre el cornudo no va a ser tan lelo como aparentaba.
—Cornudo tal vez, pero tengo mi cultura general.
—De todos modos, Gabriel, su reproche lo copió de una película de José Luis Cuerda.
—Y usted sabe a la perfección que su personaje en este relato está basado en el homónimo actor español, que en gloria esté.
—¡Paren de discutir!
—¡Coño, el pelirrojo! ¿Pero tú no te estabas muriendo?
—Es que al final se me ha aparecido el mismísimo Victor Fleming con un fármaco portentoso y me he curado.
—¿Y cómo se te ha aparecido, mientras rodaba el Mago de Oz? ¡Este niño es igual de tonto que el padre! ¿No sería Alexander Fleming? Pero, qué demonios, cómo se te va a aparecer nadie, eso es competencia exclusiva de la nuestra empresa. ¡Hereje! ¡Pelirrojo!
—No se ponga así, padre. Sería el farmacéutico, yo qué sé, estaba aquejado de un grave proceso febril.
—Pero si yo no he abierto la boca.
—Usted no, padre, me refiero al padre de la sotana.
—Ay, qué embrollo, hijo.
—¡¿Pero qué ocurre aquí?! ¿No estaba el muchacho a punto de fenecer?
—Joder, Hortensia, la que faltaba. Mira, es difícil de explicar, da igual, el caso es que tendrá que seguir soportándolo.
—¡Y yo que ya me había hecho ilusiones!
—No se ponga así, mujer, cuando no lo aguante más me lo manda para la ermita y le doy una hostia.
—Gracias, don Agustín, no sé qué haría yo sin usted. Por cierto, ¿ha visto al doctor Jackson?
—Por un casual le vi de camino, apoyao en el quicio de la mancebía.
—Si no le importa, vaya a buscarlo y vengan, padre. Y tú, querido, aprovechando que hace sol y el hijo ha experimentado una sanación asombrosa, marchad ambos por el camino de baldosas amarillas a las hoces del río, pues dejéme allí los útiles de costura. El reverendo, el doctor y yo vamos a jugar unas partidas al parchís.
—Ya me lo decía mi madre, qué excéntrica has sido siempre, querida.
La carta de amor. Eugene de Blaas