Francisco Javier Sánchez Palomares
—Matilde, que ya he vuelto de la guerra. Estoy un poco cansado.
—Vienes desde Flandes a pie, dime algo que no sepa. Y quítate esas botas antes de entrar, tengo la casa como el jaspe y lo vas a poner todo perdido de fango, puerco.
—Ni un ósculo, ni una carantoña, ni un saludo. Eres igual de rancia que tu padre, barragana.
—Mi padre era un hombre capaz de mantener un hogar. Y no olía mal.
—Porque estabais avezados al hedor, todo el día entre finados.
—El quehacer de embalsamador no es menos digno que el de soldado.
—Disecar vivo al barbero no parece decoroso.
—El pérfido magreó los pechos a mi hermana y le frotó bajo las enaguas con fruición.
—Pues los gemidos de Gertrudis se oían en toda la cuenca del Manzanares. Tendríais que estar agradecidos, Marcelo era el único del pueblo que no confundía a tu hermana con una oveja modorra.
—¡Eres un miserable, Beltrán!
Matilde se agarró la falda y marchó a la cocina con decisión. Preparó unos huevos rellenos con enojo y torreznos, recapacitó y calmó su ira.
—Está lista la comida, lávate las manos, querido. Hay un pellejo con agua en el chiquero.
—Delicioso, dominas los huevos con maestría. Echaba de menos tus guisos, en el tercio siempre engullía la misma libra de carne ahogada con una pinta de vino.
—Bribón, ven aquí que te bese. Voy a inducirte tal excitación vespertina que me cubrirás hasta desecar tus yemas.
Se amancebaron hasta que las gallinas dieron cuenta de todas las mondas. Quedó más satisfecho él que ella. A la mañana siguiente Beltrán marchó con las escasas monedas que le quedaban a la villa y corte y regresó con cierto ardor.
—Querida, sufro una severa decadencia agropecuaria. No he ganado nada hace tiempo y con el aumento de temperatura se me agría la cultura. Además, como no cesa el buen tiempo, me pregunto si te gustaría acompañarme al corral de la Pacheca el sábado.
—Sabes que debido a mi exigua erudición no sabré apreciar la función.
—Pensé en ello, he comprado entradas con visibilidad reducida.
—Eres todo un caballero. Mas solo te comportas así cuando vuelves de los Tercios. Luego recuperas tu introspección habitual y se te apodera la desgana. La paz te sienta tan mal, querido…
—Tus palabras me provocan gozo y desazón a partes iguales, Matilde. Celebro tu gratitud, pero en tu reproche posterior atisbo un oscuro deseo de que marche a la contienda. ¿Acaso te solazas con otras compañías durante mi ausencia?
—Tus dudas me ofenden, Beltrán. Si bien no sería descabellado dada la poca pericia que muestras en el manejo del arcabuz.
—¡Matilde! ¡Es que soy cabo de escuadra!
— Más provecho hubiera yo sacado si fueses pífano, al menos sabrías usar el pito.
—Te recuerdo que mi paga es mayor que la de los chicos del instrumento.
—Tu paga sería mayor en caso de existir. Llevas años sin cobrar y ni un triste motín, ni una mísera rebelión.
—¡El honor de un soldado del Tercio está por encima del dinero! ¡Ya se armó la de San Quintín!
—Querido, he aguantado tus ausencias, he ignorado tu debilidad, he tolerado tu incapacidad, tu impotencia, pero no pienso soportar tu estupidez. ¡Me marcho, vete a la porra!