Francisco Javier Sánchez Palomares
—Mayor Show, ¿cuántos días tiene pensado quedarse en el hotel?
—Tres semanas, hasta que acabe la temporada de la trucha asalmonada.
—Debe esperar a que la señorita Margott termine de preparar la habitación; su visita nos ha cogido de imprevisto.
—¿Se da usted cuenta, querido Pendelton, que a comienzos del siglo que viene el autor de este diálogo sería puesto en entredicho por elegir a una mujer para realizar las tareas domésticas del hotel?
—Se empiezan a oír rumores de tales desvaríos futuros por todo el pueblo, señor. ¿Desea un aguardiente mientras aguarda?
—Mejor un whisky, aún no he desayunado. Y déjese de paranomasias.
—Como desee, aunque usted antes ha empleado una rima consonante de lo más vulgar.
—¡Maldito Pendelton! Cada vez sirve peor whisky.
—Sabe que no me preocupa, estoy al frente del único hotel al Este del Edén en el que puede dirigirse al lector de este relato mientras toma un trago sin ser acusado de loco, de bebedor o de ambas cosas.
El viejo Pendelton regentaba con austeridad el pequeño hotel homónimo a orillas del lago Rhodes. Se jactaba del carácter metaliterario del establecimiento hostelero y de no respetar la linealidad temporal sin sufrir consecuencias legales. Enviudó joven y nunca volvió a tener una relación estable. Las mujeres quedaban prendadas de él por su brillantez, pero cuando cesaba la admiración le abandonaban por alguien útil.
—Mayor Show, lleva setenta y tres años viniendo a mi hotel el mismo día a la misma hora excepto esta ocasión. Me pregunto qué le ha llevado a realizar tal cosa.
—Pendelton, viejo amigo, me he cansado de luchar, de nadar contracorriente, estoy agotado. En realidad he venido a aparearme de forma salvaje con una bella dama y a desintegrarme cual salmón que sube a desovar.
—Dios sabe que antes que juzgarle preferiría beber mi propio whisky, pero al menos sea pulcro y discreto, pago un salario mísero a Margott y cualquier extra de limpieza habría de abonárselo aparte.
Cuando la habitación estuvo preparada, el mayor Show subió por última vez, durmió unas horas y tomó un baño. Se vistió con su traje favorito de cazar tordos, cogió sus píldoras, dejó una generosa propina a Margott y salió hacia el embarcadero cuando Pendelton se ausentó de la recepción. Lo último que pretendía era una despedida.
—Lady Margaret, se ha adelantado a la cita.
—Aproveché para disfrutar de este bello atardecer en el muelle. Aunque reconozco que ansiaba verle de nuevo tras setenta y tres años de ausencia.
—El baile de graduación fue la última y la primera vez que nos besamos. Después marchó con el capitán del equipo de fútbol al estado contiguo.
—Contigo debería haberme ido. Permítame este tuteo momentáneo, no volverá a ocurrir. Al cabo de un año la hermosura efímera dejó de compensar su estupidez.
—Sin embargo usted disfruta de una madurez deliciosa, su belleza está intacta.
—Me va a ruborizar, mayor.
—Suba a la barca, pues. Agárrase. Así. Muy bien. Listos.
—Mayor, no me gustaría tener que rogarle que me arranque el corsé.
—Llevo setenta y tres años deseando ayuntar con usted.
—Me turba. ¡Oh, qué bamboleo!
—Disfrutemos.
Se sucedieron minutos que compensaban una vida.
—¡Ah, ah, ah, ay, zozobramos!
El pequeño cascarón de remos volcó tras el éxtasis de la coyunda. Los amantes cayeron al lago entre burbujas y un lucio de dimensiones bíblicas engulló al mayor Show en el momento más feliz de su vida.
Hay momentos que valen una vida, jaja, mira que son geniales tus personajes. Encantada de leerte de nuevo y con más ganas de historias que me acerquen a esos bares en los que se cuece tanta ironía. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias por pasarte, un abrazo, Ana.
Me gustaMe gusta