Paco Sánchez
Era tan tarde que el perchero comenzaba a perder la compostura. Las brujas ya habían colgado sus escobas en el techo del restaurante porque fuera estaba lloviendo. Esas harpías no eran capaces de conciliar el sueño si no comían algo caliente después de bailar flamenco. Charlar junto a una mesa de brujas conlleva que la realidad suceda de un modo peculiar, mas en previsión de que tal situación ocurriese, bebimos unas cervezas frente a la basílica.
—Trevor, ¿tienes alguna dificultad psicomotriz?
—Por suerte no, Madeleine, si bien es cierto que me desplazo con no pocos problemas sobre los glaciares.
—Entonces crucemos el Atlántico y vayamos a Denver a comer nuggets.
Antes de que pudiese asentir, Madeleine ya le había birlado la luz a uno de los casquillos que colgaban del techo y había salido a la calle sosteniéndola como un cigarrillo para no llamar la atención del maître de pasta de galleta.
—Nos hará falta luz para el trayecto, Trevor, está muy oscuro y llueve.
—Sabes que un viaje transatlántico despeinará tu melena de tango, ¿verdad?
—El precio me parece justo.
Tomamos el primer dirigible que volaba a Denver. Tras responder a una batería de preguntas efectuadas por el señor Bonham en el control de acceso, logramos viajar de noche ya que portábamos nuestro propio fulgor.
Fuimos todo el trayecto escuchando música a un volumen muy alto, algo lógico en un zepelín, aunque imposibilitaba ingerir alimento alguno. Junto a nosotros, la señorita Andrews explicaba al señor Plant que no le quedó otro remedio que tomar el dirigible tras perder su paraguas, y éste le aconsejó que pasara página. Mientras tanto, yo iba suministrando a Madeleine licores con la aviesa intención de embriagarla para paladearla con mayor facilidad. La treta no funcionó y antes de llegar a Denver ya estaba colorado.
El aparato se posó en el aeródromo, nos desabrochamos los cinturones entusiasmados y bajamos del zepelín con languidez. El hambre nos hizo montar a lomos del primer equino potente que vimos y cabalgar hasta el Sobo 151 para comernos unos Buffalo Nuggets de seis dólares. Ambos pedimos cerveza. Según nos la servía, percibimos en el camarero un talento musical desmedido. Madeleine y yo teníamos la capacidad de ver aptitudes en las personas, aunque vistiesen mal. No era suerte, era instinto. Es ordinario que la gente solo vea en los demás aquello que cuentan de ellos sin esforzarse en formar un juicio propio, tal vez por temor a que les guste lo que descubran.
En todos los hoteles de Denver hay un tocadiscos y como era acostumbrado, Madeleine se quitó la blusa y pinchó Bobby Brown goes down de Frank Zappa. El pantalón negro de cintura alta hacía de su culo un paréntesis en el que nos imbuimos durante horas.
—¿Sabes que Fran Zappa sostenía que la cerveza o alguno de sus componentes como la levadura afectaba al cerebro y empujaba a los hombres a la maldad?
—Trevor, deja de decir sandeces y sirve otra copa, por favor.
Me giré para coger la botella y al darme la vuelta ya no estaba.
Ella siempre sostuvo que la luz era la razón. Yo siempre sostuve una copa.
Publicado en El Reverso