Francisco Javier Sánchez Palomares
—¿Fumas?
—Con una reprochable falta de constancia, Charlotte.
Si de algo podía jactarme era del tesón por desistir que tiene un esclavo con miedo a ser libre.
Nada más instalarme, la señora Meyer vino a darme la bienvenida, parapetada tras un puto pastel de manzana y cuarenta años de matrimonio. La rechacé por encima de las gafas con arrogancia; a mí lo que me gustaba tomar eran malas decisiones con hielo. Le recomendé reservarlo para su marido. Por lo que había oído en el club, volvería agotado y mientras lo engullese no tendrían nada de qué hablar.
Conocía a las chicas como Charlotte: pretenden embriagarte como si ellas fueran una melodía de Bill Evans y tú un sicario atormentado, pero yo era mano y nunca había perdido una partida de aquellas. Aunque ella era diferente, una amante suicida; le gustaba aparearse conmigo en las cabinas telefónicas mientras discutía con su padre si Blue Note ganaría la cuarta carrera de Narragansett.
A los tres meses, aquella pregunta de Charlotte se convirtió en una espantosa felicidad. Muy cara. Hasta ahora había tenido vicios menos onerosos que socavaban mi salud. No me preocupaba porque acabaría perdiéndola de igual manera. Sin embargo la economía era imprescindible para mantenerse vivo con elegancia. Cuando fracasas sólo quedan los amigos de verdad, y eso es descorazonador; se desvanece el placer de coquetear con quien no quiere estar contigo para siempre.
Por suerte, la ciudad estaba llena de ganadores que habían perdido el respeto a la mano que les dio de comer. Y yo tenía un caché alto y una Smith & Wesson sin problemas de conciencia.
Semanas después me encargaron un trabajo a tres manzanas de la frutería del Gordo. Tenía la costumbre de compartir con la víctima su última copa, aunque ella nunca lo supiese. Mientras la disfrutaba, me confesó que era infiel a su mujer con una puta altiva llamada Charlotte. Se me resbalaron todas las cartas de las manos y comencé a temer que yo fuera de farol sin ni siquiera quererlo.
La noche que volví a verla, el pianista sacó la baraja de las teclas negras y las cortinas del local comenzaron a mecerse. Mis defensas cayeron al pantano y cuando apuré derretido el hielo le pregunté a Charlotte:
—¿Me quieres?
—Con una reprochable falta de constancia, Henry.