Memorias de un perdedor

Paco Sánchez

Todas las consumiciones se abonarán en el acto, pero yo ya no recordaba qué era aquello del acto. Había nacido con las mejores cartas de mano y las había dilapidado. Eran días muy duros, la decisión había sido muy dolorosa, me alejaba de lo único que me mantenía lejos del lugar en el que al fin se deja de pagar impuestos. De modo que había decidido mantenerme en el suelo, de allí no podía caer.

El pub estaba decorado con motivos londinenses de bazar chino. La camarera era una joven chicarrona noble de un atractivo similar al de Espinete con el cartílago de la nariz anillado. En la primera mesa atracó una familia divertida. El padre, un Tomás Roncero con chándal, se atusaba los genitales con la energía renovable proporcionada por las orejas. Tenía la misma dignidad que el policía de Días de fútbol en la escena de la barbacoa campestre. La mujer era una cebolla vieja que había celebrado la comunión de sus hijos en unos salones Versalles de garrafón con calamares a la romana y entremeses de chopped reseco que no separaba las molduras doradas de las gafas del móvil mientras revisaba las fotos de perfil de Whatsapp de su manada con el meñique levantado. La hija, una cebolleta Miss Sunshine, tampoco se alejaba de su Samsung de gama baja y el niño era una suerte de Pete Townshend adolescente de toda clase con aspecto de juvenil del Norwich City. Completaba el belén un cuñado XL con bandolera patrocinado por Decathlon.

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Las croquetas caseras quizá lo eran porque tenían burbujas y el tamaño de una botella de dos litros con cuyos tapones fabricábamos arconadas para jugar a las chapas con nuestros primos mientras gritábamos: «¡Se sienten, coño!» y «Al Papa Juan Pablo II le quiere todo el mundo» en algún pueblo de Zamora con muchas cuestas.

Al salir observé con tristeza que habían arrancado el mosaico de dragón que recubría la fachada del gimnasio en el que practiqué kárate desde los seis años. En aquella época, por razones que escapan a la razón, tenía una lamentable coletilla y compraba la Teleindiscreta. Pegaba en la pared de mi habitación las pegatinas de la serie V y después de un capítulo en el que Donovan desaprovechó la oportunidad de matar a la malvada Diana, agujereé con ira, y un destornillador de estrella, las pegatinas y la pared que las sustentaba.  Un día vinieron al gimnasio a filmarnos para un anuncio de los Gimnasios Alonso que se proyectó durante años en los cines de Getafe sin que recibiéramos remuneración alguna, pero fuimos teloneros de E.T y de Superman III. Como tardaba mucho en cambiarme el kimono, era habitual que terminase castigado en la sala de ballet. El señor con bigote de recepción me encargaba con frecuencia comprarle un paquete de Ducados con 55 pesetas contadas. Los domingos nos proyectaban películas acompañadas de pajitas y Fanta. Unas semanas eran de Bruce Lee y otras bíblicas; esto último no tiene relación forzosa con las pajitas. Yo era quien tenía mejor técnica de clase y el maestro me utilizaba como ejemplo, pero era nefasto en el combate, no lograba pegar a quien no me había hecho nada. Si hubiese sido ahora… Ay… Aún así, llegué a cinturón azul cuando abandoné la práctica por el fútbol.

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Los amigos me decían que vendrían tiempos mejores; no era difícil. Y aunque tenía apartamento, no había ascensor, ni espejo roto, ni Srta. Kubelik.

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2 Comentarios

  1. Ana

    Repasando, volviendo, ¡¡bien!!
    No te creas que es fácil despertar tanta nostalgia entre ese aluvión de bromas, y sí, lo consigues. Así que conseguido. ¡Anda que no tienes material en esa escena y mundo para contar!

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