Liturgia sacramental

Paco Sánchez

Maggi se desliza por el bar con desparpajo. Lleva suministrando grasas saturadas, cafeína y alcohol a sus acólitos desde hace quince años, cuando cerró la fábrica de condimentos alimentarios que empleaba a todo ser vivo sin clorofila de Abbey Crane. El suceso quebró buena parte de la armonía social del pueblo y el medio ambiente entero; sin la actividad de la factoría de aderezos, la acumulación de humores orgánicos y aguas negras se convirtió en un problema. El señor Newman, ex Responsable de Sabor Ejecutivo, propuso construir una estación potabilizadora de agua que gestionarían mediante una cooperativa. La idea acabó con el paro de Abbey Crane, los habitantes solo tenían que vivir para generar más trabajo y riqueza. Pero Maggi, a sus veinte años, prefirió abrir un bar para cubrir las necesidades espirituosas de los parroquianos. Fue de las pocas que rechazó un empleo estable  en el centro de tratamiento de aguas residuales, además de Carole y Lombard, una sobrina y un tío que decidieron sofocar las necesidades físicas más primarias de la localidad.

—Buenos días, Maggi. Un café con leche, por favor.

—Qué hay, señor Campbell. ¿La leche del tiempo?

—No, del espacio; he leído en el periódico que la velocidad ha subido doce enteros en la bolsa de Londres hasta aproximarse mucho a la de la luz, de modo que vería casi pararse y encogerse los objetos que me rodean, y hoy no me he levantado con cuerpo para ello.

—Hombre, visto así, lleva razón. —Maggi se aparta del surtidor de Longines y procede a ordeñar el de la NASA.

—¡Hoy le toca, a ver a quién elige! ¡¿Está nervioso?! —Maggi grita para hacerse oir porque el surtidor ruge con estrépito. Llena el vaso y acaba el ruido.

—Algo de respeto siento, es una responsabilidad, para qué mentir, pero he pensado que si me sirve un licorcito de hierbas tal vez se me suavice el ánimo y evite imprevistos.

El local se llena de fieles, lo habitual en domingo. La cooperativa decidió el cese de toda actividad religiosa en el monasterio que daba nombre al pueblo. No era rentable. Al abad lo enviaron a Filipinas por correo certificado con acuse de recibo, junto con un vecino que voceaba mucho, y el inmueble centenario lo convirtieron en unos baños públicos. El negocio es el negocio. Decidieron en asamblea que Maggi también se ocuparía del soporte espiritual. Al fin y al cabo, una buena camarera no deja de ser un confesor que paga impuestos.

—Señora Flora, comprima el escote, por favor, que aún cabe un feligrés más. Pase ahora, don Obdulio, acomódese junto a la alacena. ¡Reprímase, doña Parda! Deje de pegarle pellizcos al queso, que luego huele usted mal. Dios bendito… —Maggi tiene una habilidad innata para hacerse respetar. Es algo que valora mucho el pueblo, en su mayoría apocado y con baja autoestima.

Campbell bebe un segundo chupito.

Cuando Maggi tiene a todos los fieles estructurados, descuelga un jamón del techo, afila el cuchillo, se aclara la voz y comienza a blandir el sacramento.

—Bienvenidos, queridos convecinos, vamos a comenzar con la liturgia, no sin antes agradecer a las hermanas Horcajo su presencia, una vez superadas las iniciales reservas. No es necesario que permanezcan arrodilladas, hermanas. Una vez dicho esto, procedamos al santo loncheado jamónico del pernil. —Maggi comienza a cortar láminas del magnífico producto. Llena los platos con primor.

—¡Pues a ver cuándo hacemos la función con un lomo, que a mí me gusta más! —desembucha Quiterio—. Parece que siempre tiene que ser jamón, ¡coña!

—Un respeto, Quiterio, sabe usted que la cooperativa decidió en asamblea que este pueblo sería de jamón, no de lomo. Si tiene alguna queja, expóngala en la próxima junta, ¿acaso intentar ir en contra de la voluntad popular? El resto, ¿tienen el vino preparado?

—¡Sí! —exclama al unísono el rebaño.

—¡Levantemos el vaso!

—¡Ya lo tenemos levantado! —Las criaturas levantan sus chatos en señal de respeto a la extremidad posterior porcina.

—Pues, hale, el primer lingotazo, ¡adentro!

Repiten la ceremonia tres veces.

—Hermanas Horcajo, ¿a que ya están más a gusto?

—Huy, dónde va a parar, esto es más divertido que las reuniones con el abad. A nuestra edad, ya sabe…

—¿Lo ven? ¡Incrédulas!

Las hermanas asienten al unísono y esbozan una risita que se escapa a través del velo de encaje negro.

Campbell bebe un tercer chupito.

—Ahora vamos a pasar el cepillo, quien no aporte lo estipulado, no come.

Maggi se acerca a cada devoto y sacude el cesto de mimbre para solicitar la contribución.

—¡Aporten, aporten, no sean pobres de espíritu! Don Cosme, ¿y su madre? La he visto junto a usted hace un momento.

—Pues verá, la mujer tenía frío, se me ha abrazado y la he acabado asimilando. Así, por proximidad. No me dirá usted que no es una faena, yo que no sé cocinar ni tengo gusto para vestirme.

—No se preocupe tanto, es posible que, al formar ahora parte de usted, haya incorporado también sus aptitudes. Pero a partir de ahora tendrá que colaborar por los dos.

Campbell bebe un cuarto chupito.

Maggi se sube a la barra, junto al resto óseo del jamón.

—Antes de catar el magno alimento, ¡recibamos con un aplauso al señor Campbell! Hoy tiene el honor de realizar la sagrada lectura.

La concurrencia recibe emocionada al orador.

—Buenos días, querido compañeros. Voy a leer un fragmento de la carta de los Jónicos a los Corintios del 335 a. de C.:

“Estimados Corintios, desde mi columna mensual, os invito a dejar a un lado las florituras. La virguería está bien, pero dentro de un orden. Es de capitel importancia su administración, para no saturar, y, en todo caso, tender más a la austeridad Dórica. No habéis de ofenderos por esta recomendación, hecha con buena voluntad desde la ponderación aristotélica con ánimo de entablar unas relaciones más afectuosas. La sencillez dotará a vuestro pueblo de mayor fuste y os permitirá resistir mejor a los gustos pasajeros del vulgo.”

—¡Lagrimones, se nos caen los lagrimones, bravo! —El auditorio se desvive con el tribuno. Maggi vuelve a tomar la palabra.

Campbell bebe un quinto chupito.

—Y ahora, como es habitual, el elegido de la jornada, el señor Campbell, nos dirá a quién momificamos hoy para respetar nuestro programa de control demográfico refrendado democráticamente en asamblea. Además, será la quincuagésimo segunda momia de la decimoquinta fase, por lo que completamos pedido. Campbell, elija.

—Escojo al bobo sin modales del fondo que apenas sabe hablar y mucho menos escuchar, aquel al que le nace el pelo de manera similar a la pirámide de Keops.

—¡Bobo! —ordena Maggi—, ya has oído, a momificarse. Baja al sótano y empieza. Si no sabes, pregunta, que hay más de cincuenta. Y usted, Valerio, llame a Anubis para concretar los términos del envío de las cincuenta y dos momias. Sea duro en la negociación y no ceda como la última vez, que aceptó siete gatos y dos plagas como forma de pago y nos hemos quedado sin ratones, sin primogénitos y llenitos de moscas. Si ese jerarca quiere mantener su estafa piramidal, que no sea a nuestra costa. Recuerde: lo que vendamos, a cambio de dinero. Solo de dinero.

Valerio llama por teléfono muy serio a Anubis desde la cabina del bar mientras el bobo comienza a momificarse con desgana.

—Los demás, hagan una fila y vayan viniendo a que les deposite en la lengua una lonchita de jamón a cada uno. Mantengan el orden y pórtense bien, ya saben que a final de año regalamos una canonización al más obediente. Vamos, vamos, venga, con disciplina, pero rapidito, que no tengo todo el día…

Campbell bebe un sexto chupito.

liturgiaporcina

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